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  1. El perfume de la dama de negro (Le Parfum de la dame en noir, título original en francés) es una novela de Gaston Leroux, publicada en 1908. Esta obra es el segundo episodio de las aventuras de Joseph Rouletabille y continuación de El misterio del cuarto amarillo .

    • I. Que comienza donde las novelas acaban
    • Hesse manifestó de nuevo que hasta el último minuto había estado temiendo el regreso del muerto. Al ver que el otro se burlaba, replicó:
    • II. Del humor cambiante de Joseph Rouletabille
    • —¿Es que no va a leerla? —pregunté.
    • Rouletabille estaba tiritando y tosía sin parar.
    • III. El perfume
    • Y Rouletabille, mientras enjugaba el sudor que le corría por la frente, añadió:
    • —Bueno, ¿y qué le hace a usted pensar que no lo está?
    • Me hizo una seña para que lo siguiera.
    • —¡Cierto! —respondió con voz temblorosa.
    • —¿Y nunca ha sabido por qué no volvió la Dama de Negro?
    • —¿Para qué? ¿Quizá para buscarla?
    • Luego expresó en voz alta:
    • IV. En camino
    • El pescador de naranjas se encogió de hombros.
    • GASTON LEROUX
    • Y él respondía:
    • V. Pánico
    • El señor Darzac sencillamente dijo:
    • VI. La fortaleza de Hércules
    • Y la voz de Rouletabille:
    • una vez más, la voz de Mathilde, una voz espantada:
    • —Y ella, ella, ¿sabe si ella lo ha visto?
    • VII. De algunas precauciones que tomó Joseph Rouletabille para defender la fortaleza de Hércules contra un ataque enemigo
    • El señor Darzac dijo:
    • —¡No! —respondió sin más Rouletabille—. Pero supongo que no pensarán que ha sido por miedo, ¿verdad?
    • VIII. Páginas históricas sobre Jean Roussel-Larsan-Ballmeyer
    • escuchando con ansiedad los más imperceptibles ruidos de la noche, la brisa
    • —Es mejor que confiese. Han reconocido su voz.
    • IX. La llegada inesperada del viejo Bob
    • Aún no había acabado Mrs. Edith de pronunciar estas palabras, cuando toda la alegría del viejo Bob ya se había derrumbado; un tremendo furor se extendió por los rasgos de su rostro desfigurado y gritó:
    • Y chilló:
    • Me llevó hacia la galería del Oeste, miró alrededor para asegurarse de que estábamos solos y me dijo:
    • Tras un momento de silencio, dijo:
    • Pero una vez más me cerró la boca:
    • X. El día 11
    • Y me miró con esa mirada que tanto me turbaba.
    • Me ahogaba. Murmuré:
    • Rouletabille me interrumpió:
    • Rouletabille dio una patada en el suelo y exclamó:
    • —También lo sé... Pero ¿por qué lo es?
    • No pude contener un gesto de admiración.
    • —Aún nos queda Arthur Rance...
    • —¡A Roma! —ha respondido él.
    • Subió hasta donde estaba yo.
    • Otra vez parecía muy agitado.
    • Y de golpe se desplomó en una silla.
    • Fui a buscarle una garrafa, pero me detuvo:
    • Lo sacudí para arrastrarlo hasta la poterna.
    • —Sí me lo ha dicho.
    • Y luego rio, rio socarronamente.
    • XI. El ataque a la Torre Cuadrada
    • —Entonces ¿había vuelto ya el señor Darzac?
    • —De acuerdo, cuente conmigo.
    • XII. El cuerpo imposible
    • Bernier sacudió su ruda cabezota.
    • —¿De qué no responde usted?
    • —Pero señor... ¿Por qué quiere usted estrangularme?
    • —¿Me está acusando de ser cómplice de Larsan?
    • —¿Y dónde estuvo durante todo ese tiempo?
    • —¿Y afirma usted que no ha abandonado el pasillo desde las cinco hasta el momento del suceso?
    • —¿Y cómo sabe usted que no ha salido durante esos dos minutos?
    • —Entonces no era un cadáver.
    • Bernier se dirigió a la puerta y nos enseñó las manos:
    • XIII. En que el espanto de Rouletabille adquiere proporciones inquietantes
    • —¿No le ha dicho nada de eso?
    • Y luego, preocupado, añadió:
    • Regreso, más ansioso que nunca:
    • —¿Sangre de quién? —dije—. ¿Lo sabe usted? ¿De quién? ¿Sangre de Larsan?
    • Y añadió:
    • Y apretándome nerviosamente el brazo me repitió:
    • —Sobre todo no le digan a la señora...
    • —Usted me juró que no vería nada.
    • Y se dejó caer en el sillón que hacía un momento ocupaba la Dama de Negro. Levantó los ojos hacia ella:
    • Pensé que Rouletabille iba a explotar de indignación; sin embargo, se acercó al señor Darzac y le dijo:
    • —Lo estoy —respondió simplemente el señor Darzac.
    • Entonces oímos la voz de Rouletabille, que decía muy bajo:
    • El señor Darzac, sin vacilar, respondió solemnemente:
    • XIV. El saco de patatas
    • —¿Qué ha sido de él?
    • —¿Dónde lo han matado?
    • Y todos exclamamos con ella:
    • —¡Usted ha matado a mi tío! —gritó.
    • Como Mrs. Edith adoptara una actitud de reina de comedia ultrajada, Rouletabille se volvió hacia Arthur Rance y le dijo:
    • —¿Y dónde puede estar? —preguntó ella.
    • XV. Los suspiros de la noche
    • El señor Darzac permaneció en su sitio. Seguía mirándola. Y dijo en voz alta, con una violencia que me hizo reflexionar:
    • —¿De qué me sirve haberle herido de muerte? ¿Por qué me impone, como
    • a sí mismo:
    • XVI. El descubrimiento de «Australia»
    • De pronto arrojé las mantas, me senté en la cama y exclamé:
    • XVII. La terrible aventura del viejo Bob
    • Se sobresaltó. Me encogí de hombros, pues creía que estaba haciendo teatro y le dije:
    • y Julieta sabiendo que estaba allí agonizando.
    • XVIII. Mediodía, rey del espanto
    • —¿Dónde?
    • —¿A quién va a buscar?
    • —¿Y qué va a decirle usted a la policía?
    • Y volviéndose hacia Mrs. Edith:
    • Pero papá Jacques ha visto el cadáver de Bernier.
    • Se limpia con la mano el polvo blanco de las rodillas, se seca la frente y, con un acento de la Provenza que duplica su júbilo, repite:
    • XIX. Rouletabille hace cerrar las puertas de hierro
    • Se levantó, febril.
    • Se calmó un poco, pareció rechazar una hipótesis absurda y luego me dijo:
    • Enrojecí hasta la punta del cabello. Estaba a punto de estallar. Pero Rouletabille me cortó la palabra con un gesto brusco:
    • El hombre parecía desesperado:
    • Y Arthur Rance concluyó, triunfante:
    • —¡Y de cerrarlo otra vez! —exclamé—. ¿Por qué volvió a cerrarlo? ¿A quién quería engañar?
    • —Entonces ¿piensa dejarle escapar otra vez?
    • —Si hubieran disparado contra él —dijo—, habrían disparado los tres. ¡Ese tiro no es más que una señal, la que me dice que ya puedo «comenzar»! Y volviéndose hacia mí:
    • El señor Darzac perdió la paciencia:
    • El señor Darzac se plantó ante el reportero y le espetó con una rabia creciente:
    • Rouletabille, con una crueldad implacable, y a mi juicio inexcusable, continuó:
    • Y retrocediendo un poco prosiguió:
    • El señor Darzac permanecía mudo.
    • Pero nos interpusimos, y Rouletabille, que no había perdido la calma, extendió el brazo y dijo:
    • ¡Y apareció el «cuerpo de más» en persona! Clamores de sorpresa, de entusiasmo y de horror llenaron la Torre Cuadrada. La Dama de Negro lanzó un grito desgarrador:
    • Y dio a Walter una orden que tradujo Arthur Rance:
    • Epílogo
    • Nos acercábamos a Marsella.
    • —En efecto.
    • Rouletabille bajó la cabeza:
    • EL ZAR LE RECLAMA
    • —¿Adónde?
    • Firmado: COMITÉ CENTRAL REVOLUCIONARIO
    • Me entendió en seguida, se encogió de hombros con indiferencia y repuso:

    La boda de Robert Darzac y Mathilde Stangerson se celebró en Saint-Nicolas-du-Chardonnet, París, el 6 de abril de 1895, en la más estricta intimidad. Habían transcurrido, por tanto, algo más de dos años desde los acontecimientos que relaté en la obra anterior, acontecimientos tan sensacionales, que no es aventurado afirmar que tan breve período de ...

    —¡Qué quiere! ¡No puedo hacerme a la idea de que Frédéric Larsan se conforme con estar realmente muerto! Estábamos todos —unas diez personas a lo sumo— en la sacristía. Los testigos firmaron en el libro de registro, y el resto dio cariñosamente la enhorabuena a los recién casados. La sacristía es aún más oscura que la iglesia y, de no haber sido de...

    Mientras volvía solo de la estación, no pude menos que extrañarme de la singular e inexplicable tristeza que se había apoderado de mí. A raíz del proceso de Versalles, en cuyas peripecias me vi tan íntimamente mezclado, llegué a sentir un gran aprecio por el profesor Stangerson, su hija y Robert Darzac. Se suponía que debía estar alegre por aquel a...

    —No —me respondió—, aquí no. ¡Allí...! Ya era noche cerrada cuando llegamos a Le Tréport, después de seis horas de un viaje interminable y con un tiempo de perros. El viento del mar nos helaba y barría el andén desierto. Sólo encontramos a un aduanero, envuelto en su capote y su capucha, que iba y venía por el puente del canal. No había un solo car...

    —¡De acuerdo! —repuso—. Se lo diré. ¡Hemos venido a buscar el perfume de la Dama de Negro! Aquella famosa frase me sacudió de tal manera, que apenas pude pegar ojo en toda la noche. Fuera, el viento marino seguía ululando y lanzando a la playa su largo quejido, que se colaba por las callejuelas de la ciudad y por los pasillos de las casas. Me parec...

    —¡Bueno, bueno! —grité saltando de la cama—. ¡La verdad es que no me extraña...! —Nunca creyó en su muerte, ¿verdad? —me preguntó Rouletabille con una emoción que yo no podía explicarme, a pesar del horror que se desprendía de la situación, admitiendo que tuviéramos que tomar al pie de la letra el telegrama del señor Darzac. —No del todo —dije—. Él...

    —¡Ay, amigo mío! ¡No olvide que a los ojos de Larsan «la rectoría no ha perdido su encanto ni el jardín su esplendor»! Puse mi mano sobre la suya. Tenía fiebre. Quise tranquilizarle, pero no me escuchaba. —¡Y vaya sorpresa! ¡Ha esperado hasta después de la boda, sólo unas horas, para hacer su aparición! —gritó—. Porque, Sainclair, ¿no es cierto que...

    —Sainclair, cállese, por favor. Fíjese usted lo que le digo: ¡Si él está vivo, yo preferiría estar muerto! —¡Está usted loco, loco de remate! ¡Si él está vivo es precisamente cuando más falta hace que usted también lo esté, al menos para defenderla a ella! —¡Oh, eso es una gran verdad, Sainclair! ¡Eso que acaba de decir es una gran verdad! ¡Muchas ...

    —Vamos allá —dijo—. ¡Ha pasado tanto tiempo!... Media hora más tarde estábamos en Eu. Al final de la calle de los Marronniers, las ruedas del carruaje traquetearon ruidosamente por el duro pavimento de la plaza mayor, que estaba fría y desierta. El cochero anunció la llegada haciendo restallar la fusta con su mejor arte, llenando la pequeña ciudad ...

    ¡Ah, si hubiera sabido yo entonces que la hija del profesor Stangerson había tenido un hijo de su primer matrimonio en América, un hijo que, de vivir aún, tendría la edad de Rouletabille! ¡Quizá entonces, después del viaje que mi amigo hizo a América, donde con toda seguridad se enteró de ello, quizá, digo, habría al fin comprendido su emoción, su ...

    —¡Oh! —dijo Rouletabille—. Estoy seguro que la Dama de Negro sí volvió. ¡Fui yo quien se marchó!

    —¡No, no, Sainclair! ¡Para huir de ella! Tal como lo oye. ¡Para huir de ella! ¡Pero ella volvió! ¡Estoy seguro de que volvió! —¡Pues la pobre debió de sentirse desesperada al no encontrarlo aquí! Rouletabille alzó los brazos al cielo meneando la cabeza. —¡No lo sé! ¿Quién puede saberlo? ¡Dios mío, qué desgraciado soy! ¡Silencio! Ahí está papá Simón...

    —¡No hablemos más de ello! En cuanto llegamos a París nos separamos para volvernos a encontrar en la estación. Allí Rouletabille me tendió un nuevo telegrama procedente de Valence, firmado por el profesor Stangerson, que decía: «El señor Darzac me ha comentado que tiene usted unos días de vacaciones. Nos alegraría mucho que viniera a disfrutarlos c...

    Ahora lo sé todo. Rouletabille acaba de contarme su infancia extraordinaria y aventurera, y sé por qué no hay nada que le atemorice tanto como la posibilidad de que la señora Darzac descubra el misterio que los separa. No me atrevo a decir ni a aconsejar nada a mi amigo. ¡Dios mío, pobre muchacho! Cuando leyó el telegrama que decía: «¡Socorro!», se...

    —¡No puede hacer nada, porque es pobre! Mi interrogatorio acerca de su genealogía no parecía ser de su gusto. Echó a andar por el muelle y lo seguí; llegamos hasta el «embarcadero vigilado», un recuadro de mar donde gozaban de vigilancia los yates de lujo, los veleros relucientes de caoba encerada, barcos de una limpieza irreprochable. El chaval lo...

    Dos días más tarde Joseph Joséphin volvió a encontrarse en el puerto con Gaston Leroux, quien se le acercó poniéndole el periódico en la mano. El mozalbete leyó el artículo, y el periodista le dio una reluciente moneda de cinco francos. Rouletabille la aceptó sin reparos. Incluso le pareció natural. «Recibo esta moneda —le dijo a Gaston Leroux— com...

    —¡En Burdeos! Aunque hubiera querido responder: «¡En Pekín!». Sin embargo, aquel suplicio no podía durar. Porque, si en realidad era «ella», sabría qué cosas decirle para ablandarle el corazón. Cualquier cosa por verse estrechado entre sus brazos. A veces razonaba así. ¡Pero tenía que estar seguro, seguro por encima de la razón, seguro de encontrar...

    Dijon... Mâcon... Lyon... Él está en la litera de arriba, encima de mi cabeza, pero estoy seguro de que no duerme. Lo he llamado en voz baja y no me ha contestado, pero no duerme. ¡Pondría la mano en el fuego! ¿En qué estará pensando? Se le ve muy tranquilo. ¿Qué le proporciona esa calma? Aún lo veo en el locutorio, levantándose de repente y dicien...

    —¡Gracias a los dos por haber venido! Nos estrechó la mano y nos condujo hasta nuestro compartimento; una vez dentro, cerró la puerta con llave y corrió las cortinas. Cuando estuvimos tan a solas como en nuestra casa y el tren se puso en marcha de nuevo, comenzó a hablar. Estaba tan emocionado, que le temblaba la voz. —¡Resulta que no está muerto! ...

    El viajero que se apea en la estación de Garavan, cualquiera que sea la época del año en que visite ese lugar encantado, tendrá la sensación de haber llegado al jardín de las Hespérides, cuyas manzanas de oro excitaron la codicia del vencedor del león de Nemea. Sin embargo —a propósito de los innumerables naranjos y limoneros que, a lo largo de los...

    —Tendrá que atracar en la orilla. ¡Déjeme ir hasta la orilla! —¿Y qué va a hacer? —gime la voz de Mathilde. —Lo que sea necesario.

    —¡Le prohíbo que toque a ese hombre! ya no oigo nada más. Corrí abajo y encontré a Rouletabille solo, sentado en el brocal del pozo. Le hablé, pero no me respondió, como hace a veces. Fui a la baille y allí me encontré con el señor Darzac, que corría hacia mí muy agitado. —¿Qué? ¿Lo ha visto usted? —me gritó desde lejos: —Sí, lo he visto —respondí.

    —Sí, lo ha visto. ¡Estaba con Rouletabille cuando ha pasado! ¡Qué audacia! Tras la terrible visión, Darzac aún temblaba. Me dijo que nada más verlo había corrido como un loco a la orilla, pero que no había llegado a tiempo al cabo de Garibaldi y que la barca había desaparecido como por arte de magia. Y al instante siguiente corría a buscar a Mathil...

    A Rouletabille no se le ocurrió siquiera preguntarle por el origen de aquel sorprendente apodo. Parecía sumido en las más sombrías reflexiones. ¡Extraña cena! ¡Extraño castillo! ¡Extraña gente! La lánguida simpatía de Mrs. Edith no bastó para tranquilizarnos. Había allí dos parejas de recién casados, cuatro enamorados que habrían debido contagiarno...

    —Ese hombre debe desaparecer, pero en silencio, ya tengamos que reducirlo, firmar con él un tratado de paz... ¡o matarlo! Pero debemos mantener el secreto de su reaparición. ¡Sobre todo (y considérenme ahora como el portavoz de la señora Darzac) les ruego que hagan todo lo posible para que el señor Stangerson no se entere de que estamos amenazados ...

    —¡Vayamos allá —gritamos todos, levantándonos a un tiempo—, y acabemos con este asunto de una vez! —Es una ocasión magnífica para atrapar a ese hombre —dijo Arthur Rance—. ¡En las Rochers Rouges no tiene escapatoria! Darzac y Arthur Rance estaban preparados para salir, pero Rouletabille los calmó con un gesto y les rogó que volvieran a sentarse. —H...

    —¡Pues muy bien, amigo mío! ¡Vamos a divertirnos! Y eso fue todo lo que pude sacarle, a pesar de mis protestas. Por la noche, cuando en la estación del Norte le estreché entre mis brazos suplicándole que no nos abandonara, y a pesar de que le mostré mis más sentidas lágrimas de amigo, él siguió riéndose mientras repetía: —¡Pues muy bien, amigo mío!...

    —¡Pues muy bien, amigo mío! ¡Vamos a divertirnos! Y eso fue todo lo que pude sacarle, a pesar de mis protestas. Por la noche, cuando en la estación del Norte le estreché entre mis brazos suplicándole que no nos abandonara, y a pesar de que le mostré mis más sentidas lágrimas de amigo, él siguió riéndose mientras repetía: —¡Pues muy bien, amigo mío!...

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    —¡Pues muy bien, amigo mío! ¡Vamos a divertirnos! Y eso fue todo lo que pude sacarle, a pesar de mis protestas. Por la noche, cuando en la estación del Norte le estreché entre mis brazos suplicándole que no nos abandonara, y a pesar de que le mostré mis más sentidas lágrimas de amigo, él siguió riéndose mientras repetía: —¡Pues muy bien, amigo mío!...

    —¡Pues muy bien, amigo mío! ¡Vamos a divertirnos! Y eso fue todo lo que pude sacarle, a pesar de mis protestas. Por la noche, cuando en la estación del Norte le estreché entre mis brazos suplicándole que no nos abandonara, y a pesar de que le mostré mis más sentidas lágrimas de amigo, él siguió riéndose mientras repetía: —¡Pues muy bien, amigo mío!...

    —¡Pues muy bien, amigo mío! ¡Vamos a divertirnos! Y eso fue todo lo que pude sacarle, a pesar de mis protestas. Por la noche, cuando en la estación del Norte le estreché entre mis brazos suplicándole que no nos abandonara, y a pesar de que le mostré mis más sentidas lágrimas de amigo, él siguió riéndose mientras repetía: —¡Pues muy bien, amigo mío!...

    —¡Pues muy bien, amigo mío! ¡Vamos a divertirnos! Y eso fue todo lo que pude sacarle, a pesar de mis protestas. Por la noche, cuando en la estación del Norte le estreché entre mis brazos suplicándole que no nos abandonara, y a pesar de que le mostré mis más sentidas lágrimas de amigo, él siguió riéndose mientras repetía: —¡Pues muy bien, amigo mío!...

    —¡Pues muy bien, amigo mío! ¡Vamos a divertirnos! Y eso fue todo lo que pude sacarle, a pesar de mis protestas. Por la noche, cuando en la estación del Norte le estreché entre mis brazos suplicándole que no nos abandonara, y a pesar de que le mostré mis más sentidas lágrimas de amigo, él siguió riéndose mientras repetía: —¡Pues muy bien, amigo mío!...

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  2. El perfume de la dama de negro es una película dirigida por Bruno Podalydès con Denis Podalydès, Sabine Azéma, Zabou Breitman, Olivier Gourmet .... Año: 2005. Título original: Le Parfum de la Dame en noir.

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    • Francia
    • Christophe Beaucarne
    • Bruno Podalydès
  3. Resumen del libro: "El perfume de la dama de negro" de Gastón Leroux. Tras el éxito obtenido con El Misterio del Cuarto Amarillo, Gastón Leroux quiso dar cima a la aventura y al destino de sus personajes con un más difícil todavía.

  4. 10 de oct. de 2022 · Hablamos de El perfume de la dama de negro. Segundo volumen de la saga de Rouletabille y continuación directa de El misterio del cuarto amarillo a manos del equipo creativo formado por Jean-Charles Gaudin y Christophe Picaud.

  5. 2 de nov. de 2005 · El perfume de la dama de negro. por Camillo De Marco. 02/11/2005 - Segunda parte de un díctico inspirado de la obra del escritor Gaston Leroux, El perfume... es una extraña comedia que reinventa un género y homenajea un maravilloso cine de otro tiempo.

  6. 25 de oct. de 2019 · Reseña: El Perfume de la Dama de Negro. Titulo: "El Perfume de la Dama de Negro". Autor: Gaston Leroux. Cantidad de Páginas: 206. Sinopsis. Es una continuación de “ El misterio del cuarto amarillo” (cuya reseña ya hice), aquí el narrador de esta última (Sinclair) y Rouletabille se trasladan a La fortaleza de Hércules, zona ...